martes, 30 de marzo de 2010

LA SEÑORITA COLFIELD.


No soy un apasionado de Faulkner, lo leí hace algunos años y poco recuerdo de sus historias. Hay una salvedad y es producto del momento, de la situación. Uno de los veranos rondeños, me fuí a un hotel escondido en la sierra y descubrí a una sirena de piscinas y mojitos. Ella leía "¡Absalón, Absalón! " y no pude menos que acompañarla.

" Desde las doce, aproximadamente, hasta la puesta del sol, permanecieron sentados aquella sofocante y pesada tarde de septiembre, en lo que la señorita Colfield seguía llamando " el despacho" por haberlo llamado así su padre : una habitación cálida, oscura, sin ventilación, cuyas ventanas y celosías continuaban cerradas desde hacía cuarenta y tres veranos, porque, allá en su niñez, alguien opinaba que el aire en movimiento y la luz producen calor, mientras que la penumbra resulta siempre fresca, Una guía de glicinas florecía por segunda vez en aquel estío, y trepaba por un enrejado que se divisaba frente a la ventana; los gorriones llegaban y patían en bandadas, sin orden ni concierto, produciendo un rumor seco y polvoriento al levantar el vuelo. Frente a Quentin se hallaba la señorita Colfield, con el sempiterno traje de luto que llevaba desde hacía cuarenta y tres años, aunque nadie sabía si era por su padre, su hermana o por el marido que nunca había existido... "

William Faulkner (1897-1962)


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