domingo, 24 de junio de 2012

" ARQUEOLOGÍA DEL PLACER FEMENINO "


   Leer los artículos periodísticos de mi compadre, José María Herrera, es siempre un regalo. Desde Venecia observa el mundo y desde Ronda descubre el alma de nuestro tiempo.

    "Durante años se ha alimentado la leyenda de que Europa ha sido a causa de la religión cristiana una especie de campo de concentración sexual del que estamos saliendo gracias a los filantrópicos desvelos del feminismo. La idea es peregrina, pero como la Historia, vampirizada desde hace tiempo por la política, se forja mayormente con prejuicios, ha arraigado con fuerza y costará erradicarla. Afortunadamente, de vez en cuando saltan a primera plana hechos que obligan a revisar estos prejuicios. Uno de ellos es el que sirve de pretexto a una película recién estrenada, Histeria, cuyo argumento gira en torno a la invención del vibrador, un artefacto que cumplirá pronto siglo y medio de existencia.
Las sociedades cristianas han conocido períodos de mojigatería e intransigencia y todo lo contrario. Entre la actitud puritana adoptada en el XIX como reacción al espíritu positivista y el deber de voluptuosidad impuesto por el hedonismo aristocrático del XVIII hay un abismo tan grande como profundo, pero igual de cristiana es una burguesa devota de Santa Filomena, la guardiana de las doncellas, que una noble veneciana de esas que, según Byron, “eran tenidas por virtuosas si se limitaban al marido y a un solo amante”. Hoy, con la manía desmitificadora, se recuerdan sobre todo las fases de rancio puritanismo, particularmente intensas en el siglo XIX debido al auge de la burguesía. Los libros hablan con profusión de asociaciones partidarias del celibato y la abstinencia y enemigas de la masturbación o el homosexualismo, pero rara vez suministran ejemplos de lo contrario, igual de numerosos. ¿Quién ha oído hablar de Richard Carlile y de sus templos venusianos, ideados para que los jóvenes de ambos sexos pudieran retozar libremente sin riesgos? Lejos de lo que se cree, las oleadas periódicas de puritanismo que vivió Europa demuestran que el tono medio de su historia en lo relativo a la sexualidad no se corresponde con la visión plana que algunos imaginan a base de especulaciones y lecturas acríticas que olvidan que la imagen que una sociedad tiene de sí misma nunca coincide con lo que ella es.
Respecto del sexo, la única idea común al mundo antiguo, medieval y moderno ha sido la de que el placer es necesario para la procreación. La correlación entre placer y fecundidad, entre frigidez y esterilidad, constituye un tópico desde Hipócrates. Lógicamente, ello implica la estimación del orgasmo, masculino y femenino. Realdo Colombo, el descubridor del clítoris, creía, como sus maestros, que el orgasmo era indispensable para liberar el germen que, junto con el del varón, da lugar a la nueva criatura y, por eso, aconsejaba la masturbación femenina si el hombre eyaculaba antes de tiempo. Afirmar que el machismo de nuestros antepasados les hizo despreciar el placer de las mujeres es una necedad. Otra cosa, claro, es que el placer se justificara únicamente con vistas a la reproducción, idea que explica ciertas suposiciones de la época, como la de que la mujer no debe copular encima del varón porque ello puede producir malformaciones en el feto. El hecho de que algunas de estas creencias tuvieran consecuencias “políticas” —la convicción de que no hay embarazo sin placer llevó por ejemplo a la conclusión de que la violación de la mujer es imposible sin su consentimiento-, no significa que estuvieran motivadas “políticamente”.
Equivocada o no, la medicina tenía una idea clara del significado de la actividad sexual. Por eso le preocupaban tanto los excesos de la lujuria como los de la continencia. Del mismo modo que se escribieron informes sobre los efectos del abuso, se hicieron otros relacionando la mortalidad precoz de los conventos y el voto de castidad. Para cada problema se proponían los correspondientes remedios. Contra la impotencia y la frigidez, por ejemplo, era habitual prescribir la flagelación o la asistencia a ejecuciones capitales. En los escritos de Casanova o de Walpole hay páginas donde se describe la excitación que generaban estos espectáculos y la libertad que, aprovechando el bullicio, se tomaban hombres y mujeres para calmarla. Uno comprende leyéndolos la afición del pueblo romano por las carnicerías de gladiadores. En cambio, se criticaba la masturbación, achacándole el desgaste precoz de los órganos genitales. Hoy se ignora todo esto como se pasan por alto los estudios del pasado sobre las costumbres sexuales. ¿En cuántos libros se cita, por ejemplo, el tratado que dedicó Bergeret en 1868 a los llamados “fraudes conyugales”? Bergeret, médico en Arbois, constata allí que prácticas como el coito bucal o la penetración anal, con las que se pretendía eludir el embarazo, eran usuales en los matrimonios de su comarca, y que la mayoría de las clientas reconocía, para escándalo suyo, experimentar con ellas orgasmos intensos y frecuentes, un dato difícil de casar con los estereotipos feministas.
En este contexto resulta lógico que la histeria, enfermedad achacada a la insatisfacción sexual, produjera una gran preocupación. Para combatirla, la medicina, desde la Edad Media, recomendaba el masaje genital, practicado por una comadrona o por el propio galeno delante del marido o los familiares. Se trataba de alcanzar el “paroxismo histérico”, el orgasmo, una reacción fisiológica que aún no se tenía por el sumun de la experiencia humana. A mediados del XIX, debido a la oleada de puritanismo que siguió a las revoluciones, la histeria se convirtió entre las damas burguesas en auténtica epidemia. Tanto proliferó que los médicos empezaron a demandar tratados que explicaran con precisión la técnica del masaje.
Económicamente era una terapia rentable, pero hacía perder el tiempo, igual que ocurre hoy con la rehabilitación. Cansado de ejercicios manuales, un médico británico, Joseph Mortimer Granville, tuvo la idea de construir en 1870 un artilugio capaz de hacerlo mejor y más rápidamente que él: el vibrador eléctrico. El éxito del aparato fue tal que a finales de siglo no había balneario que no contara con este electrodoméstico, conocido como “martillo de Granville”. Su existencia contribuyó sin duda a la afición a tomar las aguas, entonces de moda entre las señoras distinguidas, y su comercialización en formato casero, más pequeño y barato, ayudó a extender la impresión de que aquél era uno de los períodos más felices de la historia, la belle époque. Con la liberación sexual, el artilugio fue perdiendo sin embargo su vieja utilidad sanitaria para convertirse en un juguete para “chicas malas”. Es lo que sucede siempre que uno se empeña en desmitificar las cosas"

José María Herrera.
( Foto de autor desconocido )

2 comentarios:

Una chica mala dijo...

Interesante historia. Gracias.

Anónimo dijo...
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