domingo, 23 de agosto de 2009

CECILIA.


Cuando me recomendaron a McEwan, me insistieron mucho en que tuviera cuidado. Lo tuve algún tiempo escondido hasta que me aventuré a descubrirlo. Es autor duro, descarnado y genial. Nunca lo llevaría a la playa y menos a la piscina, pero siempre lo llevaría a hoteles de ciudades desconocidas.

" ...Él posó las manos en los hombros de ella, y su piel desnuda estaba fría al tacto. Cuando sus caras se aproximaron él se sentía lo bastante inseguro como para pensar que ella se escabulliría, o le cruzaría, como en una película, la mejilla con la mano abierta. Su boca sabía a barra de labios y a sal. Se separaron durante un segundo, él la rodeó con los brazos y se besaron de nuevo con mayor confianza. Audazmente, se tocaron la punta de la lengua, y fue entonces cuando ella emitió el sonido de desfallecimiento, de suspiro que, comprendió él más tarde, marcó una transformación. Hasta aquel instante, seguía habiendo algo absurdo en el hecho de tener tan cerca una cara conocida. Se sentían observados por la mirada perpleja de los niños que habían sido. Pero el contacto de lenguas, músculo vivo y resbaloso, carne húmeda sobre carne, y el extraño sonido que arrancó de Cecilia lo cambiaron todo. Aquel sonido pareció penetrarle, perforarle de arriba abajo de tal forma que el cuerpo se le abrió y pudo salirse de sí mismo y besarla libremente (...) Por fin eran desconocidos, su pasado quedaba olvidado. También para sí mismos eran desconocidos que habían olvidado quiénes eran o dónde estaban..."

Ian McEwan.

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