Maestro del cuento, Luciano G. Egido alegra la mañana.
" Un día mi madre, que probablemente estaba cansada de mi holgazanería y de mi inutilidad, me propuso que fuera a casa de don Abundio, que, después de más de treinta años en América, había vuelto al pueblo con mucho dinero y mucha vida por delante y había ofrecido un extraño trabajo a quien quisiera aceptarlo. Andaba buscando un joven culto que supiera y quisiera decirle no. Me recibió en un gran salón, de lámparas cenitales de cristal veneciano, muebles de caoba y alfombras de vértigo. Me confesó que estaba harto de que todo el mundo, desde su niñez, le dijera que sí a todo. Estaba aburrido y quizá desesperado. Sus cincuenta años eran una buena frontera para cambiar de vida y regalarse con la tentación y la satisfacción de las contradicciones. No quería morirse sin que alguien le llevara la contraria. Era un último capricho de indiano rico, ocioso e imaginativo. Yo tenía fama de rebelde : no iba a misa, no había terminado mis estudios universitarios, no creía en la virtud del trabajo, me resistía al redil de las opiniones comunes y no sabía qué hacer. Era el candidato ideal para ocupar aquel puesto, como él mismo reconoció. El salario era tan desorbitado que me arreglaba la vida, mientras me decidía a tentar alguna salida digna, y mis funciones de asalariado no presentaban dificultades para mí, pues era seguir diciendo que no a todo, como había hecho siempre. Lo único que me exigía era una sinceridad absoluta en todas mis réplicas... "
Luciano G. Egido.
( Foto de Wolf Suschitzky )
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